No criamos a nuestros niños para vivir en una isla desierta, sino para
formar parte de la sociedad (su sociedad) cuando sean adultos.
Existe una
idea muy arraigada acerca de que la educación de los hijos es un asunto
privado, que solo concierne a los padres, olvidando casi siempre que no les
educamos para vivir en una isla desierta, sino para ser quienes tendrán la
inevitable responsabilidad de formar parte de la sociedad (su sociedad) cuando
sean adultos.
Educar es un
compromiso de mucha responsabilidad para
con nuestros hijos. Un proceso en el que debemos acompañar, estimular y
guiar sus aprendizajes de forma que lleguen a convertirse en la mejor versión de sí
mismos.
Y también, para contribuir a formar parte de una sociedad más humana, más ética
y más constructiva.
En un mundo
irremediablemente egocéntrico, educado en criterios competitivos en vez de cooperativos, donde
el hedonismo y el acaparatismo ocupan los primeros puestos en la escala de
valores colectiva, se nos olvida o no queremos asumir que no basta con
transmitir lo que tengo codificado por genética o por aprendizaje, sino que es
imprescindible hacer un ejercicio de consciencia, de autocrítica, de revisión y
de reeducación constante.
Cuando un niño o niña tiene teléfono móvil con nueve años,
es problema de todos. Por más que algunos padres tratemos de no precipitar o
exponer a nuestros hijos a estímulos que no les corresponden por edad, otros sí
lo hacen y es cuando se convierte en un problema común.
Cuando también se les valida en casa el “ojo por ojo”, el
“da tu primero”, el “si ves que están acosando a alguien no te metas”. Estamos
contribuyendo a perpetuar una sociedad violenta que hace de la venganza y el
resentimiento una herramienta válida y aceptada.
Cuando permites que tu hijo vea películas
para adultos, que juegue a videojuegos que nada le aportan salvo basura, sin
control de tiempo ni control, cuando te
burlas de alguien que sale en la tele o de tu vecino, cuando insultas a alguien
en una conversación aparentemente trivial, cuando juzgas en voz alta a los
otros, cuando en casa se pierde el respeto y las personas se agreden de una u
otra manera, también es un problema de todos.
Cuando no controlas qué hace tu hijo con Internet, cuando
permites que entre y forme parte de las redes sociales sin tener la edad
adecuada para ello. Cuando no estás presente en su vida, cuando no dedicas una
ínfima parte de tu tiempo a escuchar lo que tenga que decirte. Cuando has
reducido tu tarea de educar a una especie de cuidador vespertino ocupado nada
más que en la logística o en sus notas, también todas estas situaciones son un
problema de todos.
Cuando le pegas una bofetada o una
“inofensiva” colleja, cuando le levantas la voz, cuando le ofendes o le
criticas, estás contribuyendo a perpetuar el maltrato. De verdad crees que él
no hará lo mismo con quienes crea más débiles o inferiores. Y si es niña, ¿vas
a preguntarte por qué se deja manipular o maltratar por otros niños? ¿O por qué
ella misma se comporta así?
Cuando un niño acumula tanta frustración, tanta falta de
respeto y de límites, una ausencia de contención y presencia, que haga que
necesite vomitarlo en forma de maltrato a otros cuando llega al colegio, es
también un problema de todos.
Y es un problema para todos porque aquellos padres que sí
se ocupan de educar en el respeto, en la ética, en el buen trato, aquellos que
sí están presentes en la vida de sus hijos y han hecho de su educación el compromiso
más esencial de sus vidas; aquellos que se han esforzado en reeducarse para
poder educar desde un lugar distinto, más amable y solidario
Y aquellos que han tenido el coraje de
apostar por un modelo que sea parte de la solución y no del problema haciendo
de la tarea educativa un “más difícil todavía” y que han apostado por cambiar
una sociedad que conocen decadente y podrida, ellos no se merecen ni necesitan encontrar más obstáculos cuando
sus hijos salen al mundo, muchas veces convirtiéndose en las irónicas e
injustas víctimas de quienes siguen educando en el “siempre se ha hecho así”.
“Son cosas de niños” dicen cuando un niño se queja y le
duele porque otro le maltrató. “Es normal, toda la vida ha sido así”. Y tienen
razón, son cosas de niños violentos y ofensivos que se convertirán en adultos
violentos y ofensivos porque han interiorizado como buenos y normales los
valores más podridos y arraigados de una sociedad que ha incorporado el
maltrato como inherente a la naturaleza humana y han hecho del “sálvese quien
pueda” su justificación.
No, tu hijo de nueve o 10 años no necesita un iPhone. Lo
que necesita es tu insustituible presencia, nutrir su alma con montones de
momentos compartidos y recibir un legado que no consiste en cosas, sino en la
constatación de que fue y es un ser humano valorado, reconocido y amado y una
escala de valores que solo podrás transmitir a través de tu ejemplo.
*Olga Carmona es psicóloga y experta en
psicopatología de la infancia y la adolescencia.
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